Voy a contar la historia de cómo salí yo del armario porque creo que a muchas os va a ayudar.
Cuando estaba en el instituto tenía una amiga que siempre venía a casa para ayudarme a hacer los deberes. Se llamaba Elena, y era un cielo. El caso es que una vez conseguí despejar una X yo sola, y me puse tan contenta que le di un morreo con lengua. Y me gustó, vaya si me gustó. Desde entonces nos hicimos novias, que inseparables ya éramos, y nos enrollábamos sin que yo tuviera que despejar nada antes (menos mal).
Una tarde, nos estábamos dando un beso en mi habitación cuando entró mi madre y nos pilló in fragantis. Elena dice que gritó porque estábamos en cueros y había un pepino de un kilo encima de la mesilla, pero yo creo que fue lo del beso. La conozco bien.
No había marcha atrás. Esa misma noche mis padres me dijeron que tenían que hablar conmigo. Cuando entré parecían muy nerviosos. Hija, tenemos algo que decirte. Qué, dije yo. Antes tienes que prometernos que nada de lo que te digamos va a cambiar lo que sientes por nosotros. Vale, respondí. Somos tus padres, y sólo queremos lo mejor para ti. Que síiiii, contesté. Nunca había visto a mi padre tan serio. Díselo tú, Merche, que yo no puedo. Está bien: cariño, creemos que eres lesbiana.
Me quedé blanca, blanca como una pared lavada con Ariel. No podía creerme lo que estaba escuchando. ¿Acaso era mi culpa? ¿Acaso había hecho algo mal? Me eduqué en un colegio de monjas. De pequeña hacía ballet y cosía lacitos rosas en cuadros de punto de cruz. Entré en el coro de la Iglesia y en el equipo de animadoras cursis del instituto. No, estaba claro que si había que culpar a alguien, era a ellos dos. Por lo que a mí respecta, me lavaba las manos en aquel asunto.
Mi madre no aguantó más y se echó a llorar. Mi padre la abrazó, pero nada de eso consiguió arrancarme una sola palabra. Les dirigí una mirada fría y cortante como en las telenovelas, me dí media vuelta y me fui a mi habitación. Durante los días siguientes hice como si aquella conversación no hubiese tenido lugar. Trataron de sacar el tema un par de veces más, pero yo no quería ni oír hablar de ello.
Pasaron varios meses, y también varios años. Lo de Elena se acabó, pero luego vinieron Úrsula, Patricia, Vegoña, Pilar, Sonia y Macarena. Bueno, tampoco es que me acuerde de todas.
Lo importante de esta historia es que un día me levanté con la sensación de que no estaba siendo sincera conmigo misma. Miré a Macarena, que dormía como si nada en la cama que acabábamos de comprar a medias en el Ikea. Y en ese momento me dije una frase que jamás olvidaré: Lo importante es que yo sea feliz. Llamé a mis padres llorando para pedirles perdón, y fue como si les quitara veinte años de encima.
Porque ¿sabéis qué? En el fondo creo que yo siempre lo había sabido, pero no lo había querido ver.